24 oct 2012

La punta de todas las puntas."La Calabria"







Viaje apasionante de una familia joven por la punta de la bota italiana. La Calabria es un entretenido relato que emociona, crítica e informa sobre una región de Italia desfavorecida claramente, dando un punto de vista extraño y grotesco, para poder así, dejar ver destellos del otro mundo.


La punta de todas las puntas."La Calabria"
Sabiendo que estaban con un niño, un bebé, a veces de trece meses otras veces de quince, pero siempre un bebé. En un país que no conoce sus palabras. Se escondió el sol, no quedaba nada abierto. La noche era oscura, cerrada. El viento sacudía la chapa de su coche manido, las ventanas estaban subidas, los pestillos bajados. Los limpia cristales a tope, las ráfagas de viento arrastraban cubos de agua. El bebé no hablaba, la mamá tampoco, el papa sólo intentaba quitarse de la cabeza el quedarse sin combustible. La aguja había cruzado la franja roja.
Al principio las curvas y los desniveles no le preocupaban, pero ahora, sin el oro del siglo XX, se quedarían tirados entre un bosque de castaños. La carretera se hacía cada vez más estrecha y las ramas tronchaban con el viento cayendo en el asfalto.

La madre agarra el hombro del padre, le aprieta con fuerza. Nos quedamos aquí. –Le susurra.
Ellos buscaban un lugar para dormir pero las entradas en las ciudades y pueblos eran extrañas, no se veía un alma, el casco antiguo o ciudad vieja era un destartalado y deshabitado espacio sin nombre y sin vida. Edificios agujereados y apuntalados señalaban un abandono abrumador. Las pocas farolas encendidas deprimían aún más ese lugar con una luz lúgubre sobre las fachadas austeras. Las idas y venidas por las calles dejaban que la inercia de su mirada entrara por las callejuelas que subían y bajaban para intentar ver algo más, una esperanza en vano de descubrir un lugar para pasar la noche.


Esto es Cosenza, una de las ciudades más importantes de la Calabria. –Le decía el padre a la madre.


El gobierno italiano lo tiene en el olvido, pero no es de ahora, este destrono lleva tiempo anclado. En cualquier momento se caerá y sus habitantes ni siquiera serán recordados.

Después de hacer cuarenta kilómetros en busca de un hotel se durmieron con la esperanza de que esa situación trágica no se volviera a repetir. Habían estado a punto de ser olvidados en aquella colina desoladora, con un bebé que pediría comida y descanso hasta su último aliento. Sin un alma a su alrededor que les pudiera ayudar, con frío y sobre todo con un miedo insensato a perder la inocencia de su bebé.


Los días posteriores fueron más precavidos. Se prometieron no dejar nunca más al azar el destino de sus cuerpos y menos exponer, de esa forma inconsciente, el descanso de su bebé.
Desde el comienzo del viaje habían visitado una ciudad con pasado vulcanizado. Los gases del volcán cubrieron con descaro toda una nombrada ciudad romana. A Pompeya la pasaron por encima literalmente, cubriéndola con un manto de calor y cenizas. Gracias al perfecto estado de conservación, fueron capaces de pasear de nuevo por sus calles y avenidas, de entrar en sus casas, de colarse en sus comercios, de observar sus espacios de ocio y sobre todo de entender que a pesar de haber pasado más dos mil años, esta civilización en algunos aspectos era igual que la suya. Hacían las cosas como ellos, trabajaban de la misma manera, con los mismos instrumentos.


Estuvieron a escasos centímetros de los cuerpos carbonizados. Se conservan en buen estado. La madre estuvo varios minutos mirando los cuerpos desesperados, los cuerpos del horror por la inminente muerte, las bocas abiertas de los hombres, el instinto de protección de las madres cubriendo vanamente a sus hijos. Los diez minutos que pasó en silencio, mirándoles, la evocaron profundos sentimientos de tristeza, de dolor, pero también de coraje y de amor. Ese tiempo se hizo eterno, la manchó la mente, el pensamiento la consumió absorbiendo su ser hasta dejarla insensible al exterior, a lo real, hasta que el padre la despertó.
Les sorprendió un turista con una i-tabla haciendo videos dentro de los hogares. Es prácticamente lo único en lo que hemos evolucionado. -Pensaban.
Los ríos de gente guiados por banderolas trastornaban su imaginación, quitando así el privilegio de recrear la vida en esa ciudad.



Comieron su primera pizza “caprichosa” y su primer plato de pasta al “fruti di mare”. Como no, una diferencia abrumadora, en sentido positivo, a las que sirven por mucho más dinero en su país natal. Hablaron del recorrido que harían, mientras en el asfalto estallaban miles de gotas de agua.


Hacia el sur. - dijo la mamá. Sin saber que los dioses confabulaban una gran tormenta, con viento huracanado y sin miramientos hacia los humanos. Pasaron Salerno anocheciendo y se desviaron de la “autoestrada” hacia la costa tirrénica. Praia di Mare era el primer pueblo y no pudieron continuar por la carga abusiva de los dioses. Rayos tronadores y sobre todo viento hicieron cortes en la carretera, era peligroso avanzar y no arriesgaron.


Buscaron hotel, un hotel solitario, entre calles sin son, con ellos como únicos inquilinos. Buena gente, habitación amplia, no muy limpia pero barata. Hablaron con la pareja de dueños, entre cincuenta y sesenta años. Afán claro de hablarles sobre política, con una idea preocupada sobre su bienestar. Causada, principalmente, por su deprimente y exasperante presidente. Los dos eran bajitos, sus dientes ennegrecidos hacían que no pudieran observar otra característica de su cuerpo.
Esa oscuridad dentro de su boca llevó a la madre a sentirse atraída, siguió mentalmente un trago de su saliva, haciendo caso omiso al mensaje del hospedero. Ese pensamiento la tuvo abstraída de la conversación hasta que el bebé comenzó a llorar agarrándose a su piernas.

Subieron a la habitación y la madre le relató al padre lo que había visto dentro del cuerpo del hospedero. La saliva pasó por los conductos pertinentes y llegando al estómago caía en desorden resbalando por las paredes. La sensación de ser ella misma una mini cámara la perturbaba, estaba dentro del hombrecito y era por algún motivo en concreto. Siguió acompasada de la saliva y llegando al líquido corrosivo dentro del estómago distinguió una gran mancha negra, en su centro, un pequeño agujero. La saliva fue hacia allí pero sonó un llanto y la imagen desapareció, estaba de nuevo con su bebé.




El marido se quedó de piedra al escucharlo, su cara desvelaba incredulidad, era tarde y la tormenta le había cansado. Hizo un ademán de abrazarla pero al final la dio un beso, acostaron al bebé y se echaron a dormir.
A la mañana siguiente bajaron a tomar un expresso y la hospedera les contó que habían pasado una noche horrible. El hospedero había sufrido un colapso vascular y estaba en el hospital, aún no sabían si saldría adelante. Les cobró los 65 euros y marcharon con muchas ganas de hablar de lo acontecido. En el coche la madre volvió a repetir al padre con más detalles lo que había sentido dentro del hospedero. Discutieron sobre los sueños reales y las paranoias, dando más veracidad al pensamiento de que la casualidad les acompañaba. Zanjaron el tema calculando la ruta de la jornada.

El tiempo seguía muy inestable en la Calabria, por eso sin pensarlo dos veces atravesaron la curva de la bota. Cambiaron de rumbo. Seccionaron la provincia de Basilicata por la mitad y aparecieron al sur de Puglia. Taranto fue la ciudad escogida para comer. Pararon en un restaurante pegado al mar, el exterior desmerecía al interior, bien cuidado y con gusto marinero en la decoración.

Estaba casi completo y con una sonrisa les ofrecieron una mesa con vistas al ropero. Les pareció genial el lugar y comieron los tres a lo grande.
Al terminar, el “metre”, un hombre bastante mayor les preguntó su origen, interesándose también por la edad del bebé. Estaba blanquecino, con la piel cuarteada, había sido marinero y ahora ayudaba a su hijo en el restaurante. La madre seguía con atención las explicaciones del viejo hasta que un flash la introdujo en una partícula de aire, que flotando fue acercándose a la nariz del viejo. La fuerza de inspiración la atrajo y a una velocidad extrema la introdujo en la traquea hasta llegar al pulmón. El “metre”, con una simple tos, la rechazó. La partícula y la madre salieron despedidas, pero la última alcanzó a ver un montón de sangre dentro del bronquio.

La madre volvió en si cuando el viejo convulsionaba en el suelo, no supo que hacer y cerro los ojos abrazando a su bebé. No estaba segura de contárselo al padre. Tiritaba de miedo, era la segunda vez. Veía, unos minutos antes de que pasara, la muerte de las personas. ¿Era ella la que causaba la muerte? o ¿sucedería de todas formas? ¿Estaba su familia segura con élla presente? ¿Debería desaparecer? ¿Consultar, quizás, con algún especialista? ¿Habría más casos como el suyo?
Antes de decir nada al padre, se la ocurrió llamar a España. Sería lo mejor. Preguntar a un antiguo compañero de facultad. –Pensó. Esperaba que Jorge pudiera resolver su duda, o al menos facilitar una respuesta realista. Una respuesta concreta. ¿Estaba loca?
Telefoneó a Jorge desde el hotel de Lecce, la ciudad del talón de Italia. Una bonita, apacible y sana ciudad con una rara coordinación de calles. Se les hizo complicado saber dónde estaba el centro histórico, éste mucho mejor conservado que los demás núcleos calabreses. Parece que la región de Puglia gasta más dinero, o al menos su gestión de los recursos está más optimizada.
La madre cenó intranquila por la respuesta de Jorge, el padre no veía el malestar de la madre, estaba centrado en el viaje y solo hablaba de los platos que iban a ingerir. “Nduja di Spilinga”, como antipasti, “Lagane e Ceci” de primero y solomillo con cebolla roja de segundo. Cuando terminaron de cenar, de vuelta al hotel la madre le contó todo.

Comenzó con lo que había sentido al adentrarse en el cuerpo de aquel viejo. El padre escuchaba sin gestos, sin concretar una respuesta antes de que la madre terminara con la explicación. Después le habló de su llamada a Jorge.
El psicólogo, como todos los psicólogos, no le dio una respuesta concreta, la escuchó detenidamente y la contestó con preguntas sobre su pasado. No concretó nada, pero la dejó claro que no estaba loca, que debía ser una situación temporal por algún motivo dentro del propio viaje. La preguntó todo lo que había hecho, los lugares visitados y sobre todo la insistió en el momento en el que había estado en contacto con los cuerpos sin vida de Pompeya. Jorge creía que ahí radicaba toda su preocupación. La mente humana tiene una capacidad de poder ilimitada, puede que esa experiencia con los muertos momificados le haya servido para crear un arma de defensa contra la muerte, que precisamente avisa del motivo de la misma unos pocos minutos antes de que ocurra. Es algo anormal, irreal, pero de lo que estaba seguro Jorge es que se debía a un momento del viaje y que cuando terminara, al volver a España, la anomalía se quedaría en allí, en esa región de Italia.

El padre escuchó hasta que la madre terminó toda la explicación y le motivó tanto, lo creyó tanto y le alivió tanto que la solución fuera tan sencilla como volver a casa, que su postura fue de excitación por el descubrimiento. Tenían un arma que quería reutilizar pero esta vez para ayudar, para avisar con el suficiente tiempo al futuro muerto. Estaba claro que la madre tendría la última palabra porque después de los dos trances anteriores ¿quién querría volver a pasarlo?

Ella estaba de vacaciones, quería disfrutar del viaje con su bebé. Quería recorrer el litoral calabrés, ver la ciudad de Tropea, comerse un tartufo en Pizzo, hacer el amor en alguna playa salvaje. No estaba dispuesta a seguir adentrándose en ese estado transcendente. ¿Hasta dónde podía llegar?

El tiempo mejoró y se reengancharon a la ruta inicial, descendían hacia la punta de la bota. Los dos, padre y madre, sabían lo que podía llegar a pasar. El padre se ofrecía continuamente a mejorar, o al menos cambiar el pensamiento de la madre.

El bebé era, sin quererlo, un testigo mudo, pedía solución a las necesidades básicas. El bebé, que ya de por si, creaba un vínculo entre el padre y la madre, se convirtió en la única figura del tándem que hacía descansar la mente de la madre.
Llegaron a Tropea, sin más incidencias que algún corte de carretera y con un potente sabor de boca, habían probado el “tartuffo”. La explosión de sabor en cuanto lengueas ese inimitable postre de Pizzo hace trabajar los sentidos. El chocolate frío se deshace malévolamente cubriendo toda la boca y donándote un sabor y un placer inigualable. Ellos acariciaron el sabor repetidas veces, hasta que el padre observó que una de sus piernas crecía sin parar. Un alimento le estaba poniendo bruto.

Mientras, la madre leía un folleto que habían recogido en la visita a una capilla del mismo Pizzo. En ese tríptico escrito en italiano se describía la historia de la capilla de Piedigrotta.
Leia la madre según su traducción. -Es la máxima expresión de arte popular calabrés. Fue un naufragio el que tuvo la culpa de su situación. Los marineros, que por fin encontraron su salvación llegando a esa costa, excavaron a golpe de pico la capilla, para dar así, las gracias a Jesús por no abandonarles. Después dos artistas de la región siguieron esculpiendo, recreando escenas santas del cristianismo…

El padre interrumpió la lectura de la madre agarrando su mano y dándola un beso tierno, de la misma intensidad experimentada al probar el “tartuffo”. Ella le miró y le convocó al coche para continuar su descenso por la costa.


Seguramente pararon, cuando el bebé dormía, en algún lugar entre Pizzo y Tropea, para descargar la presión incontrolable del viaje. Ya habían probado el “tartuffo” y sus consecuencias cuando llegaron al pueblo abismal de Tropea.
Es abismal porque está en un acantilado, un precipicio a la playa, una playa con mar y olas, unas olas que rompen en la arena fina y blanca, blanca como las rocas que sujetan las casas colgantes, colgantes como las cabezas que se ven mirar por las ventanas de casas, hoteles y restaurantes. Bares y terrazas irrumpen en las aceras empedradas pisadas por miles de turistas en agosto. Siglos antes, ya sin piedras, se desgastaban las suelas griegos y romanos. Hércules estuvo aquí con sus Argonautas. Escipión el Africano la dio el nombre, fue su trofeo por ganar la gran batalla contra Cartago.




Ahora el padre, la madre y el bebé irrumpen en élla, en Tropea, a cada paso la historia les arropa, la historia, también culinaria, se adentra en su cuerpo y su mirada cambia con el sabor de los alimentos. Están encantados, abrumados por los sabores y colores. La madre no ve más muerte, el padre mira la vida, la suya y de su bebé. Juntos, los tres, se asoman desde el abismo al mar, al mediterráneo de paz. Pasan varios días, se bañan, juegan, ríen, hablan, pero sobre todo piensan en ellos, nadan con la tranquilidad de no hundirse. Estaría el padre para salvar a la madre, y la madre para ayudar al padre, y los dos para poner más fácil la vida de su bebé.

El futuro les dio la razón y la madre se quedó sin el don. El que escribe la miró, mejor les miró, a los tres, cuando aterrizaron en España. Pregunté lo que habían visto, lo que habían visitado, los placeres que sintieron. La contestación fue positiva, se miraron, sonrieron con complicidad y sólo así recibí la respuesta.

FIN




12 abr 2012

Una hermosa tarde.


Una hermosa tarde haciendo recados, moviendo los músculos y ejercitando el cerebro. De lugar a sitio escucho entrevistas, la de hoy ha sido a Diego Cortés. Es increíble lo plomiza que cae su voz. Habla muy claramente, con una decisión inusual en un ser humano que no prepara el discurso, oírle rechina su virtud.

Sí, es la radio la que acompaña mi tránsito, RNE es una gran amiga, igual a la que llevo de copiloto. Esta segunda es especial, nunca nos separamos. La conozco antes de tiempo, fue una herencia obligada que manejo desde hace dos años. Es caótica, intransigente, obscena, fría y dictatorial, así me pareció cuando la conocí. Los primeros días dejé que actuara, mas adelante hice lo posible para comprender el porqué había sido yo el elegido, qué tenía mi persona de emocionante o de curiosa para tener el privilegio de acariciar esa verdad tan desconocida.

Continuamente rebosa mi sangre, la siento ardiendo dentro de mis arterias, las acciones de mi trabajo se hacen espesas, padezco un continuo letargo convulsionado con hilos de luz, una luz brillante, que no deja ver.

Al lado siempre acompaña mi gran amiga, esta vez sentada, subiendo y bajando la ventanilla de la Berlingo. La verdad es que hablamos poco, normalmente hace ruidos onomatopéyicos para referirse a una situación o a una persona. Estoy acostumbrado a comunicarme así, estos dos años en su compañía me he sentido bien. He podido, por fin, dejar de fumar, de beber y sobre todo de machacar a mi pareja. Estaba tan estresado en el trabajo, me metían tanta presión, que llegar a casa era mi huevo con patatas fritas; mojaba hasta que explotaba la yema empapando las patatas, dejándolas blandas, llorosas y cautivas de mi malestar. Ahora floto en mi trabajo, lo hago sin presión, es como si no tuviera nada que perder, ni nada que ganar, es liso, plano, llano y si no fuera por mi amiga, monótono y sin sentido.

Esa tarde tan hermosa mi amiga coló un CD de Zoé olvidado en la guantera. Dejamos nuestros asuntos propios para ocuparnos de las melodías sinceras de este fantástico grupo mexicano. Yo susurraba los temas y mi amiga movía su cuerpo astillado con fantasía. Dejó apoyado su instrumento mortecino para mezclarse entre mis palabras, que no son mías. Pienso que esta hermosa tarde hace dos años que la conozco, que como a toda persona me parece que fue ayer cuando la vi por primera vez entrando descaradamente en mí Berlingo sin previo aviso, con una sonrisa sarcástica, sin invitarla pero sin poder evitarla. Fue una obligación impuesta por nadie, sin nadie a quién alzar las quejas. Su fuerte olor me lo tuve que tragar y lo sigo masticando hasta esta hermosa tarde que me encuentro con vosotros. Y me explicáis, como si yo fuera un niño, que estos dos años no existen o por lo menos no en un tiempo real. Que esta hermosa tarde es la misma que la de ayer y que será la de mañana. Que a vosotros también os pasa, que también tenéis una amiga que os acompaña siempre, que es una muy buena amiga y que lo mejor es aceptarla, hablar con originalidad de ella. Me decís que yo no estoy, que no existo, que dejé todo esa tarde tan hermosa cuando mi Berlingo volcó y que me de cuenta de que todo se acabó, que me vaya feliz y sin sombras.

2 ene 2012

Mada... for ever...


Madagascar, para siempre


“Cuando el negro es un hombre es buen momento para el cazador… el blanco se pone nervioso y comienza a llenar el cargador…”
Yo corría persiguiendo al negro, suena mal pero así era. Recordé el tema mítico de Barricada.

Escuchando gritos de dolor angustioso llegamos a una reunión de casuchas de paja. Paramos enfrente de una de ellas, estaba construida sobre palos. Todas eran así, palos en vertical encallados en el suelo y maderas sujetas con cuerdas encima de los palos de la base. Fuerzan así un espacio entre la arena y el suelo de la cabaña precisamente para que cuando lleguen las lluvias la base de la cabaña no se moje. Los techos estaban hechos con ramas de palmera seca.

En la entrada de la casa se concentraba el grupo vecinal, se apartaron dejando un pasillo hasta el hueco donde debería estar la puerta. En el momento de entrar en la cabaña los gritos pasaron a un segundo plano. Tres mujeres acompañaban a la niña, tumbada en una cama. Fui directo hacia ellas y abrí mi mochila, aunque de poco podía servirme. La cabeza del bebé se veía, esforzándose en salir, quería ver el mundo que había estado escuchando desde hacía ya nueve meses, mucho más tiempo del que yo llevaba en esta isla africana. Pedí ayuda para que tranquilizaran a la niña, la tensión no la dejaba dilatar lo suficiente para que el bebé saliera.

El calor abrumaba y los tres minutos que duró el parto parecieron infinitos. Cuando tuve al bebé en mis manos corté el cordón con una navaja de Albacete e hice el nudo correspondiente mientras una de las mujeres, la mayor, trajo un recipiente con agua para lavar al bebé. Era una niña y sus llantos apagaron los de la madre que se quedó mirándola con amor extremo.

Todo había salido bien, yo temía por la higiene y posibles infecciones, el lugar no era ni mucho menos el adecuado para dar a luz. Arropamos al bebé con unas telas y se lo pusimos a la madre entre los brazos, comenzó a sollozar, me miró y sus ojos negros me dieron las gracias. La mayor de las mujeres me acariciaba los brazos y decía palabras en su idioma, después encendió algo parecido a un candil pero que echaba más humo. La mujer hizo bailar a sus manos y lo esparció por la cabeza de la madre y del bebé.

Cuando me dispuse a marchar, me fijé en los elementos que se sucedían en aquella casa, ¿cuántas personas vivían allí? Al menos conté ocho esterillas, había una cama de madera diferente a la que yacía la niña con el bebé. Las paredes estaban hechas con planchas de madera, debajo de la cama guardaban bolsas de deporte y el suelo ondulado y blando estaba cubierto por un tejido de paja anudado fuertemente hasta juntarse con las paredes.

En esa misma estancia estaba la cocina, era un simple hueco haciendo esquina con un montón ascuas y varios utensilios de metal y de plástico; cacerolas, botellas con líquidos impensables, vasos regastados, pedruscos ennegrecidos usados para proteger del fuego las paredes y el suelo.

Me di la vuelta para despedirme de las mujeres y observé a su lado una mesa, también de madera, cubierta de una fina tela morada y gris usada como mantel. Encima una maceta con flores de plástico, botellas de cerveza vacías, cuadernos, revistas y una radio en el centro. Salí pisando el suelo de arena de playa. Todo este pueblo tenía aquel suelo, estaba en la costa este de Madagascar en Manakara y el mismo negro al que perseguí me dio las gracias indicando que me acompañaría de nuevo a mi bungaló.

Dicen los expertos que esta zona de Madagascar es la que concentra mayor número de microbios y amebas del mundo. El mosquito infectado te pica en la planta del pie y libera sus huevas que van procreándose entre sí hasta que la infección es incontrolable, llegando a amputarte el pie como única solución.

Mientras caminamos me dijo que el dueño de los bungalós fue quien le advirtió sobre mí, no había médicos en veinte kilómetros a la redonda y era la única opción que le quedaba. Él era el padre del bebé y me invitó a cenar con ellos para agradecérmelo. Le dije que no, que tenía que volver a Fianarantsoa mi tiempo allí había terminado. Paseé por la playa hasta que el sol se marchó, el fuerte oleaje del Océano Índico no invitaba a bañarse además decían que esta zona estaba plagada de tiburones y que las corrientes son fortísimas. Al día siguiente haría autostop para llegar al P. Nacional de Ranomafana, cerca de Fianarantsoa.

El tiempo que pasé esperando algún alma caritativa que me transportara lo usé para ir escribiendo lo pasado durante las dos semanas alojado en esta isla. Las letras se plagaron de incertidumbre por la niña a la que había ayudado a nacer, era preciosa y su futuro no se pretendía alentador, sí, tenía familia, pero el padre tendría al menos treinta años más que la madre. Además, estaba seguro de que la mirada de la madre no fue solo de agradecimiento, quería decirme algo, o al menos eso me pareció.

Llegué Antananarivo en avión desde Paris. Tana, como la llaman los malgaches, es fea, caótica, desorganizada y abrumadora. Pero sus habitantes saben, sin enterarse, dar un sentido y una ilusión a ese mundo de caos. Continuamente venden y compran, es un mercado gigantesco. En todas las calles hay comerciantes y los trapicheos son continuos.

Me sorprendió que las casas en los suburbios estuvieran terminadas, revocadas y pintadas, eso sí, las aceras se componen de tierra y basura. Casi todos van descalzos, sus pies tiene una suela natural más gorda que la de las zapatillas J´jhaiver.

Tana es la única ciudad del país en la que puedes hacer algo de turismo cultural. Visité, acompañado por la tozudez de un guía local, el Palacio de la Reina y el museo de historia. Él fue quien me dirigió y me contó el movimiento de reyes y emperadores con poder. Es interesante saber que los malgaches practican la circuncisión, por eso en la puerta principal del palacio hay un monumento al falo o pene. A los niños les cortan el cachito de carne para convertirse en hombres. Después del corte, el abuelo debe comerse esa piel del niño cruda, si no lo hiciera el niño no formaría parte de la familia.

Después de varios días allí mi viaje continuó hacia la costa oeste, quería ver con mis propios ojos la avenida de Baobabs. Me instalé en un pequeño hotel del pueblo de Morondava, pasé la noche y a la mañana siguiente alquilé una moto para llegar hasta la famosa avenida. Me perdí un par de veces, la primera llegué a un poblado, su escuela escupía niños que al verme salieron en mi dirección y rápidamente me encontré rodeado de cuarenta o cincuenta niños que parados a tres centímetros de mí quedaron callados esperando que dijera algo. Mi pobre francés y mi sonrisa les recompensó porque todos comenzaron a gritar y a reírse. La profesora salió a mi encuentro y me invitó a pasar a la escuela. Después de la visita comprendí el porqué me había invitado a pasar. En el mismo aula se concentraban todos los alumnos y en cada pared había una pizarra. Todos los alumnos estudiaban juntos y lo único que dividía la clase era la orientación de los pupitres hacia una u otra pared. La profesora me enseñó para apenarme a una alumna con los brazos amputados, a otro tuerto y a otra sin dedos en una mano, lo hacía para que ayudara de alguna forma a la escuela, y así lo hice les di algo de dinero y me aseguró que lo administraría de forma equitativa. Me marché con un raro sabor de boca, pensando en las mil necesidades y en la suerte que no ven nuestros niños occidentales.

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De pronto aparecieron ante mis ojos esos árboles extraños. Cuenta la leyenda que fue el primer árbol creado por Dios, se supo tan superior que se llenó de orgullo. Dios al enterarse, le castigó agarrándole del tronco y dándole la vuelta, por eso da la sensación de que su copa son las raíces. A mi entender Dios no los castigó lo suficiente porque se hacen contigo en cuanto los ves.

La única opción que me quedaba para salir de este pueblo era coger un taxibrousse (Vanette) de veintiuna horas que me llevaría de vuelta a Fianarantsoa, la segunda ciudad más habitada de Madagascar. No había vuelos de vuelta hasta pasada una semana.

Se dice pronto, casi un día metido en ese habitáculo, demasiado para una fisonomía occidental acostumbrada a dejar las posaderas a buen recaudo, respetando siempre el espacio vital. Las piernas se juntan durante tanto tiempo que tu piel suda y la suya, el sudor filtra en la ropa y se mezclan las dos culturas ¿qué se dirán? Al final se hacen amigos, los sudores, y tu cuerpo quiere saber más. Durante la noche dormimos, la chica de mi vera con la que compartía el sudor, se recostó en mi hombro. Solo éramos cuatro hombres en el taxibrousse y catorce mujeres, una de ellas con bebé, otra con su nieta, la nieta de unos cinco años sin rechistar en todo el camino y eso que solo paramos dos veces para orinar. Tanto tiempo sentado, los músculos del culo y los glúteos se apartan para dejar pasar al hueso, es una molestia desoladora. El sol apuntaba a desaparecer y el paisaje oscurecía la tierra seca y baldía. Atravesamos puentes, pueblos como Moramby y un desierto de arena rojiza repleto de montículos que sorpren-dían en las laderas. Cientos de ellos, como granos en la cara de un quinceañero, pensé en hormigueros pero más adelante me dijeron que los construían las termitas.

Dejé de escribir para centrarme en parar un coche. Un todoterreno blanco conducido por un malgache y sentado de copiloto un francés que trabajaba allí desde hacía seis meses. El francés era el encargado de la construcción de varias carreteras. Su empresa era una petrolera. Primero construían la carretera para poder transportar la gasolina y después de hecha tendrán la privilegiada concesión.

Llegué a Fianarantsoa en domingo, había estado un día y medio pateando entre árboles nunca vistos con troncos de un grosor descomunal. El P. Nacional de Ranomafana me dejó un aliviado sabor de boca, el guía que contraté y su ayudante el “busca lemur” me hicieron descubrir estos raros animales.

Día de descanso para recuperar fuerzas en Finarantsoa, poca gente en la calle, me relajé en un hotelito familiar sin dejar de recordar la cara de la niña al apoyar a su bebé en el regazo. El instante me pareció envidioso hacia mí, quiero decir, que parecía que me tenía envidia por mi condición de extranjero quizá. Pero después, ese mismo instante, en su remate final pareció tierno y bondadoso. No paraba de pensar en qué quiso decir. Entré en el lugar de apuestas, ruleta manual y peleas de gallos. Después a la iglesia (concurso de canción incluido) y para terminar vi un partido de fútbol y otro de voleibol. Madagascar me estaba gustando, la encontraba muy interesante, había un sentido en todos sus movimientos humanos. La alegría, aunque pobre, ocupaba el corazón de la mayoría de individuos. Estaba dispuesto a dejar algún tiempo más de mi vida en aquel terreno, creía que podía ayudar y que ellos me ayudarían también a mi. Salí del medio-estadio de fútbol y compré otra bolsa de cacahuetes, comiendo y trajinando con esa idea caminé en dirección a mi hotel. La vi, al otro lado de la calle, eran ella y ella, una encima de la otra, dormida, recostada en su espalda huesuda. La palma de la mano pedía monedas, los labios cuarteados y secos se abrían y cerraban con palabras silenciosas para mí, también para el resto que hacía caso omiso. Solté el cono de cacahuetes desparramándose por el suelo, me centré en ella y fui hacia ellas. Me miró sorprendida y con un movimiento certero su mano derecha se zafó de la tela que sujetaba al bebé, lo posó en el suelo y con otra mirada que no se me olvidará en la vida se escapó corriendo calle abajo.
Grité, hice la intentona de seguirla pero no pude dejar al bebé tirado, le cogí entre mis brazos y su sonrisa me conquistó para siempre.