2 ene 2012

Mada... for ever...


Madagascar, para siempre


“Cuando el negro es un hombre es buen momento para el cazador… el blanco se pone nervioso y comienza a llenar el cargador…”
Yo corría persiguiendo al negro, suena mal pero así era. Recordé el tema mítico de Barricada.

Escuchando gritos de dolor angustioso llegamos a una reunión de casuchas de paja. Paramos enfrente de una de ellas, estaba construida sobre palos. Todas eran así, palos en vertical encallados en el suelo y maderas sujetas con cuerdas encima de los palos de la base. Fuerzan así un espacio entre la arena y el suelo de la cabaña precisamente para que cuando lleguen las lluvias la base de la cabaña no se moje. Los techos estaban hechos con ramas de palmera seca.

En la entrada de la casa se concentraba el grupo vecinal, se apartaron dejando un pasillo hasta el hueco donde debería estar la puerta. En el momento de entrar en la cabaña los gritos pasaron a un segundo plano. Tres mujeres acompañaban a la niña, tumbada en una cama. Fui directo hacia ellas y abrí mi mochila, aunque de poco podía servirme. La cabeza del bebé se veía, esforzándose en salir, quería ver el mundo que había estado escuchando desde hacía ya nueve meses, mucho más tiempo del que yo llevaba en esta isla africana. Pedí ayuda para que tranquilizaran a la niña, la tensión no la dejaba dilatar lo suficiente para que el bebé saliera.

El calor abrumaba y los tres minutos que duró el parto parecieron infinitos. Cuando tuve al bebé en mis manos corté el cordón con una navaja de Albacete e hice el nudo correspondiente mientras una de las mujeres, la mayor, trajo un recipiente con agua para lavar al bebé. Era una niña y sus llantos apagaron los de la madre que se quedó mirándola con amor extremo.

Todo había salido bien, yo temía por la higiene y posibles infecciones, el lugar no era ni mucho menos el adecuado para dar a luz. Arropamos al bebé con unas telas y se lo pusimos a la madre entre los brazos, comenzó a sollozar, me miró y sus ojos negros me dieron las gracias. La mayor de las mujeres me acariciaba los brazos y decía palabras en su idioma, después encendió algo parecido a un candil pero que echaba más humo. La mujer hizo bailar a sus manos y lo esparció por la cabeza de la madre y del bebé.

Cuando me dispuse a marchar, me fijé en los elementos que se sucedían en aquella casa, ¿cuántas personas vivían allí? Al menos conté ocho esterillas, había una cama de madera diferente a la que yacía la niña con el bebé. Las paredes estaban hechas con planchas de madera, debajo de la cama guardaban bolsas de deporte y el suelo ondulado y blando estaba cubierto por un tejido de paja anudado fuertemente hasta juntarse con las paredes.

En esa misma estancia estaba la cocina, era un simple hueco haciendo esquina con un montón ascuas y varios utensilios de metal y de plástico; cacerolas, botellas con líquidos impensables, vasos regastados, pedruscos ennegrecidos usados para proteger del fuego las paredes y el suelo.

Me di la vuelta para despedirme de las mujeres y observé a su lado una mesa, también de madera, cubierta de una fina tela morada y gris usada como mantel. Encima una maceta con flores de plástico, botellas de cerveza vacías, cuadernos, revistas y una radio en el centro. Salí pisando el suelo de arena de playa. Todo este pueblo tenía aquel suelo, estaba en la costa este de Madagascar en Manakara y el mismo negro al que perseguí me dio las gracias indicando que me acompañaría de nuevo a mi bungaló.

Dicen los expertos que esta zona de Madagascar es la que concentra mayor número de microbios y amebas del mundo. El mosquito infectado te pica en la planta del pie y libera sus huevas que van procreándose entre sí hasta que la infección es incontrolable, llegando a amputarte el pie como única solución.

Mientras caminamos me dijo que el dueño de los bungalós fue quien le advirtió sobre mí, no había médicos en veinte kilómetros a la redonda y era la única opción que le quedaba. Él era el padre del bebé y me invitó a cenar con ellos para agradecérmelo. Le dije que no, que tenía que volver a Fianarantsoa mi tiempo allí había terminado. Paseé por la playa hasta que el sol se marchó, el fuerte oleaje del Océano Índico no invitaba a bañarse además decían que esta zona estaba plagada de tiburones y que las corrientes son fortísimas. Al día siguiente haría autostop para llegar al P. Nacional de Ranomafana, cerca de Fianarantsoa.

El tiempo que pasé esperando algún alma caritativa que me transportara lo usé para ir escribiendo lo pasado durante las dos semanas alojado en esta isla. Las letras se plagaron de incertidumbre por la niña a la que había ayudado a nacer, era preciosa y su futuro no se pretendía alentador, sí, tenía familia, pero el padre tendría al menos treinta años más que la madre. Además, estaba seguro de que la mirada de la madre no fue solo de agradecimiento, quería decirme algo, o al menos eso me pareció.

Llegué Antananarivo en avión desde Paris. Tana, como la llaman los malgaches, es fea, caótica, desorganizada y abrumadora. Pero sus habitantes saben, sin enterarse, dar un sentido y una ilusión a ese mundo de caos. Continuamente venden y compran, es un mercado gigantesco. En todas las calles hay comerciantes y los trapicheos son continuos.

Me sorprendió que las casas en los suburbios estuvieran terminadas, revocadas y pintadas, eso sí, las aceras se componen de tierra y basura. Casi todos van descalzos, sus pies tiene una suela natural más gorda que la de las zapatillas J´jhaiver.

Tana es la única ciudad del país en la que puedes hacer algo de turismo cultural. Visité, acompañado por la tozudez de un guía local, el Palacio de la Reina y el museo de historia. Él fue quien me dirigió y me contó el movimiento de reyes y emperadores con poder. Es interesante saber que los malgaches practican la circuncisión, por eso en la puerta principal del palacio hay un monumento al falo o pene. A los niños les cortan el cachito de carne para convertirse en hombres. Después del corte, el abuelo debe comerse esa piel del niño cruda, si no lo hiciera el niño no formaría parte de la familia.

Después de varios días allí mi viaje continuó hacia la costa oeste, quería ver con mis propios ojos la avenida de Baobabs. Me instalé en un pequeño hotel del pueblo de Morondava, pasé la noche y a la mañana siguiente alquilé una moto para llegar hasta la famosa avenida. Me perdí un par de veces, la primera llegué a un poblado, su escuela escupía niños que al verme salieron en mi dirección y rápidamente me encontré rodeado de cuarenta o cincuenta niños que parados a tres centímetros de mí quedaron callados esperando que dijera algo. Mi pobre francés y mi sonrisa les recompensó porque todos comenzaron a gritar y a reírse. La profesora salió a mi encuentro y me invitó a pasar a la escuela. Después de la visita comprendí el porqué me había invitado a pasar. En el mismo aula se concentraban todos los alumnos y en cada pared había una pizarra. Todos los alumnos estudiaban juntos y lo único que dividía la clase era la orientación de los pupitres hacia una u otra pared. La profesora me enseñó para apenarme a una alumna con los brazos amputados, a otro tuerto y a otra sin dedos en una mano, lo hacía para que ayudara de alguna forma a la escuela, y así lo hice les di algo de dinero y me aseguró que lo administraría de forma equitativa. Me marché con un raro sabor de boca, pensando en las mil necesidades y en la suerte que no ven nuestros niños occidentales.

Click to enlarge Baobab.jpg
De pronto aparecieron ante mis ojos esos árboles extraños. Cuenta la leyenda que fue el primer árbol creado por Dios, se supo tan superior que se llenó de orgullo. Dios al enterarse, le castigó agarrándole del tronco y dándole la vuelta, por eso da la sensación de que su copa son las raíces. A mi entender Dios no los castigó lo suficiente porque se hacen contigo en cuanto los ves.

La única opción que me quedaba para salir de este pueblo era coger un taxibrousse (Vanette) de veintiuna horas que me llevaría de vuelta a Fianarantsoa, la segunda ciudad más habitada de Madagascar. No había vuelos de vuelta hasta pasada una semana.

Se dice pronto, casi un día metido en ese habitáculo, demasiado para una fisonomía occidental acostumbrada a dejar las posaderas a buen recaudo, respetando siempre el espacio vital. Las piernas se juntan durante tanto tiempo que tu piel suda y la suya, el sudor filtra en la ropa y se mezclan las dos culturas ¿qué se dirán? Al final se hacen amigos, los sudores, y tu cuerpo quiere saber más. Durante la noche dormimos, la chica de mi vera con la que compartía el sudor, se recostó en mi hombro. Solo éramos cuatro hombres en el taxibrousse y catorce mujeres, una de ellas con bebé, otra con su nieta, la nieta de unos cinco años sin rechistar en todo el camino y eso que solo paramos dos veces para orinar. Tanto tiempo sentado, los músculos del culo y los glúteos se apartan para dejar pasar al hueso, es una molestia desoladora. El sol apuntaba a desaparecer y el paisaje oscurecía la tierra seca y baldía. Atravesamos puentes, pueblos como Moramby y un desierto de arena rojiza repleto de montículos que sorpren-dían en las laderas. Cientos de ellos, como granos en la cara de un quinceañero, pensé en hormigueros pero más adelante me dijeron que los construían las termitas.

Dejé de escribir para centrarme en parar un coche. Un todoterreno blanco conducido por un malgache y sentado de copiloto un francés que trabajaba allí desde hacía seis meses. El francés era el encargado de la construcción de varias carreteras. Su empresa era una petrolera. Primero construían la carretera para poder transportar la gasolina y después de hecha tendrán la privilegiada concesión.

Llegué a Fianarantsoa en domingo, había estado un día y medio pateando entre árboles nunca vistos con troncos de un grosor descomunal. El P. Nacional de Ranomafana me dejó un aliviado sabor de boca, el guía que contraté y su ayudante el “busca lemur” me hicieron descubrir estos raros animales.

Día de descanso para recuperar fuerzas en Finarantsoa, poca gente en la calle, me relajé en un hotelito familiar sin dejar de recordar la cara de la niña al apoyar a su bebé en el regazo. El instante me pareció envidioso hacia mí, quiero decir, que parecía que me tenía envidia por mi condición de extranjero quizá. Pero después, ese mismo instante, en su remate final pareció tierno y bondadoso. No paraba de pensar en qué quiso decir. Entré en el lugar de apuestas, ruleta manual y peleas de gallos. Después a la iglesia (concurso de canción incluido) y para terminar vi un partido de fútbol y otro de voleibol. Madagascar me estaba gustando, la encontraba muy interesante, había un sentido en todos sus movimientos humanos. La alegría, aunque pobre, ocupaba el corazón de la mayoría de individuos. Estaba dispuesto a dejar algún tiempo más de mi vida en aquel terreno, creía que podía ayudar y que ellos me ayudarían también a mi. Salí del medio-estadio de fútbol y compré otra bolsa de cacahuetes, comiendo y trajinando con esa idea caminé en dirección a mi hotel. La vi, al otro lado de la calle, eran ella y ella, una encima de la otra, dormida, recostada en su espalda huesuda. La palma de la mano pedía monedas, los labios cuarteados y secos se abrían y cerraban con palabras silenciosas para mí, también para el resto que hacía caso omiso. Solté el cono de cacahuetes desparramándose por el suelo, me centré en ella y fui hacia ellas. Me miró sorprendida y con un movimiento certero su mano derecha se zafó de la tela que sujetaba al bebé, lo posó en el suelo y con otra mirada que no se me olvidará en la vida se escapó corriendo calle abajo.
Grité, hice la intentona de seguirla pero no pude dejar al bebé tirado, le cogí entre mis brazos y su sonrisa me conquistó para siempre.







No hay comentarios: